Cuando hablamos de salud cardiovascular solemos pensar en colesterol, dieta, ejercicio o en las pastillas que nos receta el cardiólogo. Pero pocas veces ponemos sobre la mesa un factor igual de determinante: la salud mental. Hoy sabemos, gracias al Consenso Clínico 2025 de la Sociedad Europea de Cardiología (ESC), que el corazón y la mente están mucho más conectados de lo que imaginábamos. Y no se trata solo de una metáfora: es una relación bidireccional que exige cuidado integral.
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La evidencia científica muestra que padecer depresión, ansiedad crónica o estrés postraumático incrementa de manera significativa el riesgo de sufrir un evento cardiovascular, como un infarto o una arritmia. Las razones son múltiples: desde alteraciones hormonales y del sistema nervioso autónomo, hasta hábitos poco saludables asociados con el malestar emocional (sedentarismo, tabaquismo, exceso de alcohol, mala adherencia al tratamiento médico). Por otro lado, quienes enfrentan un diagnóstico cardiológico, como hipertensión, insuficiencia cardiaca o un infarto reciente, tienen una probabilidad muy elevada de desarrollar síntomas de ansiedad y depresión, que en muchos casos quedan invisibles y sin tratamiento.
Este círculo vicioso es lo que la ESC subraya con fuerza en su declaración: no se puede hablar de buen control cardiológico si se descuida la salud mental, ni se puede alcanzar un bienestar emocional pleno si el corazón se encuentra enfermo. Es una relación de ida y vuelta que debemos reconocer en la práctica clínica, pero también en la vida cotidiana.
El consenso recomienda integrar la evaluación psicológica en la atención cardiológica rutinaria. Esto significa que, así como medimos la presión arterial o el colesterol, deberíamos también preguntar por el ánimo, el nivel de estrés y la calidad del sueño. Del mismo modo, los profesionales de salud mental debemos estar atentos a los factores de riesgo cardiovascular en nuestros pacientes, sobre todo en quienes padecen trastornos mentales severos, pues son más vulnerables a enfermedades cardiacas y metabólicas.
Además, se proponen modelos de atención escalonada, es decir, que el tipo de intervención psicológica se adapte a la gravedad de los síntomas. Desde estrategias de autocuidado, como la actividad física, la meditación y la higiene del sueño, hasta intervenciones profesionales como la terapia cognitivo-conductual o el uso cuidadoso de antidepresivos en pacientes cardiológicos, siempre con vigilancia estrecha de posibles interacciones y efectos secundarios.
Otro aspecto innovador es la idea de equipos “psico-cardíacos”: cardiólogos, psiquiatras, psicólogos, enfermeras y trabajadores sociales trabajando de manera coordinada. Porque el corazón y la mente no se tratan en compartimentos separados, sino como un mismo sistema humano. Incluso los cuidadores y familiares deben ser incluidos en este abordaje, ya que también cargan con un peso emocional que afecta su salud.
El mensaje final es claro: cuidar el corazón es también cuidar la mente, y proteger la mente es proteger el corazón. La medicina contemporánea ya no concibe estas áreas por separado. Para quienes viven con factores de riesgo cardiovascular, la invitación es a hablar abiertamente de su estado emocional con sus médicos. Para quienes atraviesan ansiedad o depresión, el llamado es a no olvidar revisarse también el corazón.
Desde la neuropsiquiatría y la cardiología conductual, el consenso internacional nos recuerda algo esencial: la salud integral comienza por reconocer que el cuerpo y la mente siempre laten juntos.
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