La mayoría de los seres humanos creemos, a nivel subconsciente, que el mundo es bueno y nos ofrece certezas. También pensamos que, si actuamos correctamente, todo habrá de salir bien, siempre. Esto es lo que permite levantarnos cada día para realizar nuestras actividades, aquellas que nos gustan y gratifican y las que son parte de nuestras responsabilidades. Si pensáramos en todo cuanto puede ocurrir, no podríamos funcionar plenamente.
Pero, ¿qué sucede cuando nos enfrentamos a un evento doloroso o francamente catastrófico? ¿Qué sentido puede tener que una pequeña muera en un accidente en el elevador del hospital al que sus padres la llevaron para recobrar la salud? ¿Qué explicación tiene la muerte accidental de un joven estudiante, quien transitaba por la vía ciclista acostumbrada, tomando todas las precauciones? ¿Cómo entender la muerte de una familia entera, en medio de lo que se suponía serían unas felices vacaciones? ¿Cómo seguir creyendo en un mundo bueno y justo si la hija o el padre no regresa a casa hoy, ni nunca más? Tragedias que se suceden día con día, dejando atrás historias inconclusas y familias destrozadas.
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Para quienes la tragedia ha tocado de cerca, tienen de frente un largo camino para aprender a vivir, tolerando y aceptando el sinsentido. En medio del duelo van descubriendo, poco a poco, que la ambigüedad de no saber o de no tener todas las respuestas les produce un profundo desazón. Los qué, porqué, cómo, cuándo, quién y dónde se acumulan en la mente de quienes buscan desenfrenadamente entender y saber lo que sucedió.
Preguntas que tal vez nunca tendrán respuesta o explicación. A la ambigüedad se suma, con frecuencia, la apatía o insensibilidad de las autoridades involucradas en los trámites burocráticos, autopsias, investigaciones, recuperación de los cuerpos o su traslado. Todo esto en medio de un dolor que se adormece por momentos para poder seguir respirando y enfrentar lo que parece un interminable y sinuoso camino. Una tragedia transforma necesariamente la identidad de los dolientes. Su vida ha cambiado para siempre, pero de ello tomarán conciencia al paso del tiempo.
Y alrededor de todo esto, ¿qué encuentran las víctimas? Notas e imágenes en relación a su tragedia, en los medios de comunicación, incluyendo todas las redes sociales; notas que se repiten hora tras hora, detalle tras detalle. No puedo siquiera imaginar el dolor que les provoca ver a sus seres queridos en sus últimos momentos o yaciendo ya fallecidos; ahí, para ser vistos por miles o millones de personas; algunos mostrarán horror, otros, compasión, y algunos más, indiferencia para poder seguir creyendo que “eso” nunca les sucederá. Es como ver el dolor de otros desde una sana distancia.
Kim Phuc Phan Thi, conocida como “la niña del Napalm”, fue fotografiada cuando corría desnuda, en medio del insoportable dolor que las quemaduras con napalm le causaron, intentando ponerse a salvo. Su fotografía se volvió un ícono de la ominosa guerra de Vietnam. El año pasado, al ser entrevistada por el 50 aniversario de esa tragedia, expresó “las fotografías capturan un momento en el tiempo. Pero los sobrevivientes en esas fotografías, en especial los niños, deben seguir adelante. No somos símbolos, somos humanos.” También dijo que le tomó años perdonar a quien le tomó esa fotografía, a pesar de haberla salvado, al cubrirla y llevarla al hospital tras haberla fotografiado.
Vemos la tragedia de lejos y la creemos ajena. Sin darnos cuenta nos vamos desensibilizando y dejando de lado a todos aquellos que hoy mismo se duelen intentando comprender los hechos que les arrebataron la ingenuidad de vivir en un mundo bueno, cierto y justo. A todos los que están sufriendo hoy mismo por la pérdida de un ser querido, sea por enfermedad, accidente o un acto violento, les debemos solidaridad y respeto. La contención y el soporte de su propia red social es fundamental, pero todos como sociedad tenemos la obligación de cobijarlos, de no aislarlos, de hacernos uno con su dolor. Solo así, cada uno de ellos podrá ponerse de nuevo en pie para continuar hacia delante, cambiados por necesidad, pero con la esperanza de volver a confiar en un mundo que, aunque no ofrece certezas ni respuestas para el sinsentido, sí ofrece motivos para seguir viviendo.
Como sociedad necesitamos también cuestionarnos dónde está el tenue límite entre el deber de informar, testimoniar y documentar, y el cuidado y respeto irrestricto para quienes sobreviven, y para quienes fallecen y cuyos cuerpos siguen formando parte de su dignidad como seres humanos.