En los últimos años, el concepto de trauma se ha vuelto ubicuo. Las redes sociales se han llenado de términos como “microtraumas”, “trauma cotidiano” o “trauma generacional”, que si bien pueden reflejar malestares reales, también han diluido el significado clínico de un trastorno que, en psiquiatría, tiene criterios muy precisos. El riesgo es claro: vivimos una cultura del trauma que puede llevar a la autoetiquetación y al sobrediagnóstico, y eso termina perjudicando a quienes realmente necesitan atención especializada.
Para hablar con propiedad, recordemos qué implica un Trastorno por Estrés Postraumático (TEPT). No cualquier situación difícil o dolorosa califica como evento traumático. Según los criterios internacionales, el TEPT solo puede diagnosticarse cuando la persona ha estado expuesta a:
a) muerte real o amenaza de muerte,
b) lesiones graves, o
c) violencia sexual.
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Esta exposición puede haber sido directa, presenciada, ocurrida a un ser querido o incluso haber sido adquirida por repetida confrontación en contextos profesionales, como en equipos de primeros respondientes. Además, deben existir cuatro grandes grupos de síntomas persistentes:
- Reexperimentación: recuerdos intrusivos, pesadillas, flashbacks.
- Evitación: esfuerzos por evitar pensamientos, lugares o personas asociadas al evento.
- Alteraciones cognitivas y del ánimo: culpa excesiva, pensamientos distorsionados, incapacidad para sentir emociones positivas.
- Hiperactivación fisiológica: sobresaltos, irritabilidad, hipervigilancia, insomnio.
Estos síntomas deben durar más de un mes, deteriorar la funcionalidad y no estar mejor explicados por otra condición médica o psiquiátrica. Es decir, el TEPT es un cuadro complejo, incapacitante y con un claro origen traumático mayor.
Sin embargo, en la industria del trauma que circula hoy en redes, muchas experiencias normales del desarrollo —rupturas amorosas, fracasos académicos, conflictos familiares o laborales— se etiquetan como traumáticas. Si bien estos eventos generan estrés, no constituyen un TEPT. El problema de sobrediagnosticar es doble: se medicaliza la vida cotidiana y, además, se invisibiliza a quienes sí viven traumas reales y requieren intervención terapéutica especializada.
Esto no significa que el estrés diario no importe. Al contrario: reconocerlo como legítimo es fundamental. La vida moderna está llena de presiones, pérdidas, incertidumbres y cambios constantes. Validar estas experiencias sin llevarlas al terreno del trauma clínico nos permite activar mecanismos de afrontamiento, cultivar resiliencia y aprender de las dificultades. No todo sufrimiento necesita un diagnóstico; muchas veces lo que necesita es comprensión, apoyo y estrategias adecuadas para navegarlo.
En un mundo que tiende a exagerar y dramatizar para captar atención, es esencial recuperar la claridad. Trauma no es cualquier dolor, pero todo dolor merece ser escuchado. Y cuando distinguimos con precisión, ayudamos a que cada persona reciba el tipo de acompañamiento que realmente necesita.
