Aquí, este 22 de septiembre, en el Día Mundial de la Narcolepsia, quiero recordar algo esencial: dormir no es “apagar” el cerebro. El sueño fisiológico es un ciclo fino entre fases que no incluyen al sueño de movimientos oculares rápidos (REM) y el de formalmente, movimientos oculares rápidos (REM) que se repite varias veces por noche. Cuando esa arquitectura se rompe—por intrusiones de REM a destiempo, despertares fragmentados o latencias de sueño anormales—la vigilia del día siguiente se vuelve frágil: cuesta mantenernos alertas, aparece somnolencia repentina y la sensación de “no estar despierto del todo”.
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¿Qué es la narcolepsia?
La narcolepsia es uno de los trastornos del sueño y de la vigilia. No es flojera ni falta de voluntad. Sus síntomas cardinales incluyen somnolencia diurna excesiva, siestas irresistibles y, en muchos casos, cataplexia: pérdidas súbitas del tono muscular desencadenadas por emociones intensas (risa, sorpresa), con la conciencia intacta. También son frecuentes las alucinaciones hipnagógicas o hipnopómpicas (al quedarnos dormidos o al despertar) y la parálisis del sueño, mejor conocido como “cuando se nos sube el muerto”. Por la noche, paradójicamente, el sueño suele ser ligero y fragmentado.
¿Qué tipos de narcolepsia existen?
Existen dos tipos principales. La narcolepsia tipo 1 se asocia a cataplexia y a un déficit del sistema de orexina/hipocretina, un neurotransmisor que estabiliza el “interruptor” entre sueño y vigilia. La tipo 2 presenta somnolencia sin cataplexia y con niveles de orexina generalmente normales. Hay formas secundarias más raras, vinculadas a lesiones del hipotálamo o a otras enfermedades neurológicas. Entender estas variantes ayuda a quitar el estigma: no todos los pacientes “se quedan dormidos” igual, y ninguno lo hace por decisión.
Para sospechar el diagnóstico utilizamos escalas sencillas. La más conocida en consulta es la Escala de Somnolencia de Epworth, que cuantifica cuánta facilidad hay para dormirse en situaciones comunes (leer, ver TV, ir de pasajero). Otras herramientas específicas, como la Ullanlinna Narcolepsy Scale, ayudan a detectar cataplexia y fenómenos REM intrusivos. Si la sospecha es alta, la confirmación requiere estudios objetivos: una polisomnografía nocturna para evaluar la calidad del sueño y descartar otros trastornos (como apnea) y, al día siguiente, la Prueba de Latencias Múltiples de Sueño (MSLT), que mide qué tan rápido se concilia el sueño y si aparece REM de manera anormalmente temprana. A veces pedimos diarios de sueño o actigrafía para mapear rutinas.
El tratamiento es siempre individualizado y combina fármacos con cambios de estilo de vida. Para la somnolencia diurna usamos promotores de la vigilia (p. ej., modafinilo/armodafinilo) y, en casos seleccionados, otros agentes aprobados por especialistas. La cataplexia y los fenómenos REM intrusivos responden bien al oxibato de sodio o a ciertos antidepresivos que suprimen REM, cuando están indicados. Igual de importante es el “tratamiento conductual”: siestas programadas cortas (15–20 minutos), horarios regulares de sueño, higiene de sueño estricta, luz matutina y ejercicio moderado. Conviene evitar alcohol y sedantes, planear tareas críticas en las horas de mayor lucidez y, sobre todo, no conducir ni operar maquinaria si hay somnolencia. En la escuela o el trabajo, solicitar ajustes razonables (pausas para siestas, flexibilidad de horarios) puede ser la diferencia entre limitarse y desplegar el potencial.
Hoy, el mensaje es claro: la narcolepsia tiene explicación biológica, no moral; tiene diagnóstico, no adivinanzas; y tiene tratamiento, no resignación. Si te reconoces en estos síntomas, busca una valoración con un especialista en medicina del sueño. Dormir mejor no es un lujo: es la base para vivir despiertos.
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