Desde hace unos años, la expresión brain rot —“podredumbre cerebral”— ha adquirido visibilidad en redes sociales, medios digitales y conversaciones cotidianas. Lo que comenzó como un meme, hoy pretende describir un cambio profundo en nuestra forma de pensar, atender y procesar la información tras la exposición constante a contenido fugaz e hiperstimulación digital. Recientemente, un meta-análisis que reunió datos de 98 299 participantes —a partir de 71 estudios— sugiere que el consumo intensivo de videos cortos (en plataformas como TikTok, Instagram Reels o YouTube Shorts) se asocia con una peor función cognitiva: déficit atencional, disminución del control inhibitorio y alteraciones en el bienestar emocional.
Para quienes profesionales de la salud mental y la neurociencia, estos hallazgos no son triviales: podrían reflejar que la estructura cerebral —especialmente del lóbulo frontal, implicado en funciones ejecutivas, regulación emocional y control de impulsos— se está reconfigurando bajo la presión de un entorno digital radicalmente distinto al que moldeó nuestra evolución.
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Un estudio reciente reporta diferencias en materia gris en corteza orbitofrontal y otras regiones en quienes pasan muchas horas consumiendo videos breves.
Ahora bien: ¿significa eso una alteración patológica? ¿O se trata simplemente de neuroplasticidad–adaptación?
Un llamado a la prudencia: ciencia emergente, conclusiones provisionales
La comunidad científica advierte con cautela. Las investigaciones que documentan cambios anatómicos o funcionales son aún preliminares —muchas con muestras pequeñas, diseños transversales, y sin control riguroso de variables como salud mental previa, horas de sueño, actividad física o contexto socio-educativo.
En ese sentido, aunque se observan asociaciones consistentes entre consumo elevado de “contenido rápido” y deterioro cognitivo o emocional (atención, memoria, impulsividad, estado de ánimo), no podemos afirmar con certeza una relación causal definitiva. El patrón podría obedecer a múltiples factores —no sólo al uso de pantallas—, incluyendo vulnerabilidades individuales, estrés, sueño insuficiente, sedentarismo o estilos de vida asociados.
¿Adaptación al mundo moderno?
Desde una perspectiva evolutiva, nuestro cerebro es plástico: cambia en función del uso, del contexto y del entorno. En ese sentido, no sería sorprendente que se esté “moldeando” para responder a demandas de procesamiento rápido, gratificación inmediata y estímulos fragmentados.
Algunos de los cambios descritos podrían representar —en ciertos contextos— una forma de adaptación cerebral: optimizar la capacidad para seleccionar estímulos, reaccionar con rapidez, navegar en entornos de información caótica y superficial.
Pero adaptar no siempre significa mejorar: una arquitectura cerebral favorecida para lo inmediato podría comprometer funciones claves como la concentración prolongada, la reflexión profunda, la planeación a largo plazo o el control emocional.
¿Estamos ante un daño, o ante una nueva configuración funcional?
Como profesional, mi postura es de prudente alerta. El fenómeno “brain rot” plantea una hipótesis plausible, sus mecanismos —dopamina, neuroplasticidad, regulación atencional— tienen base neurocientífica, pero aún no contamos con evidencia robusta, longitudinal y concluyente.
Por ahora, es razonable interpretar los hallazgos como una señal de alarma: un indicador de que el uso indiscriminado, compulsivo o problemático del teléfono inteligente y plataformas de videos cortos puede colocar en riesgo funciones cognitivas y emocionales importantes.
Sin embargo, no me atrevería —todavía— a declararlo una patología universal ni irreversible. Más bien, parece un desafío clínico y social emergente: una invitación a reflexionar sobre cómo equilibrar lo digital con lo humano.
Hacia una relación más consciente con la tecnología
Para revertir o mitigar posibles efectos negativos, propongo integrar en nuestra práctica diaria —y colectiva— algunas estrategias:
- Higiene digital consciente: limitar tiempos de uso, revisar notificaciones, establecer pausas intencionales.
- Estimulación cognitiva rica y variada: lectura profunda, conversación cara a cara, actividades creativas, ejercicio físico.
- Educación sobre medios y autocuidado mental: fomentar en la población —especialmente jóvenes— una mirada crítica sobre el consumo de contenido, favoreciendo calidad por encima de cantidad.
- Investigación a largo plazo: necesitamos estudios longitudinales, con neuroimágenes, amplia representación demográfica y control de variables, para comprender si los cambios son reversibles o definitivos.
En conclusión: “brain rot” es un concepto emergente que alerta sobre una posible transformación cerebral bajo el influjo de lo digital. Como neuropsiquiatra, lo considero un umbrales de vulnerabilidad colectiva que merece atención, no pánico; un llamado a ejercer con intención nuestra libertad tecnológica, preservando lo profundo del pensamiento humano frente al vértigo del scroll sin fin.
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