Los Viveros de Coyoacán es uno de mis entornos preferidos en esta gran ciudad de México. Es donde yo paro para correr. Donde dejo el gris por el verde. Un pasaje del mundo externo a la interioridad. Estoy convencida que la salud física y mental requiere espacios personales de disfrute, de reflexión y de actividad.
Mi hora perfecta es cerca de las 7 de la mañana, mejor aún si ha llovido, cuando se percibe el olor a tierra mojada, se exalta la presencia y frescura de la variada vegetación y se avistan los primeros rayos de sol. Hora de ritmo intenso, de muchos deportistas dispersos en su perímetro de 2 km y sus caminos son con nombres de flor.
Un espacio incluyente, donde todos entran, donde todos pertenecen. Cada quien va por sus causas, nos convoca el aire libre, más en estos tiempos en los que se desconfía del viento, donde moverse con libertad es un recuerdo y anhelamos coincidencia y encuentro. Algunos van solos, otros en grupo, en pareja, con amigos o con hijos. Están los que hacen yoga, bailan salsa, saltan la cuerda, usan el gimnasio público, juegan una cascarita, meditan y la mayoría corremos o caminamos.
Se puede ver a grandes atletas que disfrutan hacer equipo y el desafío de los cuerpos y a quienes van a platicar mientras caminan, parejas en su momento de estar juntos, amigas poniéndose al día, personas reflexivas, todos inventando modos de enfrentar el aislamiento, la inmovilidad, la soledad. He visto médicos incluso con bata y zapatos caminando por ahí, quizá minutos antes de iniciar su consulta en el hospital de enfrente. Señoras que no llevan ropa de ejercicio que se meten a charlar y respirar más hondo, muchos chavos y muchos grandes, gente de dinero, gente humilde, alguna vez vi un señor indigente caminando con huaraches que saludaba al pasar.
(Foto: Pixabay)
Sí, en los Viveros te sientes acompañado. Estas son otras dos características que se relacionan con la salud, tener espacios de pertenencia, donde te sientes incluido y acompañado y tener lazos que te permiten dialogar, procesar lo que te va sucediendo en el acontecer cotidiano.
Es un lugar al que suelo acudir sola; cuando lo llegué a hacer en pareja hubo momentos que coincidimos en nuestro paso y nuestros ritmos y otros en que cada quien requería su espacio y su tiempo. A mí siempre me hacía falta ir a un ritmo mayor, hacer más ejercicio, fortalecer más algo, bajar más kilos, ¡porque soy mujer pues!
En esta sociedad la mujer está más exigida en el nivel físico o en el cuidado de los demás, en especial de los hijos. Y en otras cosas es al hombre a quien se exige más. Vamos intentando cambiar algunas cosas, pero entre tanto creo que es un gran desafío lograr esto en pareja. Acoplar los ritmos, las necesidades y empatizar con las diferencias.
Con el nacimiento de nuestra primera hija mi ritmo personal disminuyó y aumentó el del cuidado interpersonal. Yo la llevaba con todo y carriola a los Viveros, recuerdo que abría la cubierta y disfrutaba la idea de que ella viera desde esa perspectiva los grandes y hermosos árboles y que la belleza, los olores, la humedad, el verde, inundaran sus sentidos desde esos momentos. Mi intención de ir a un paso intenso se esfumó, mi andar se volvió más pausado. No se diga cuando nació nuestra segunda hija e iba con las dos, mi ritmo ahora se volvió de paseo y el deseo de correr dio lugar al deseo de acompañar, al de mirar, al de seguir su paso, sus tiempos, ¡me volví mamá pues!
(Foto: Pixabay)
Creo que cada relación implica intuir donde está el punto de encuentro, de coincidencia, acoplar los ritmos de las personas implicadas en una relación, sus deseos, su modo de ser, su momento de vida.
Ahora vuelvo con mis hijas que ya van dejando la adolescencia y son ellas las que llevan otro paso y el mío es más lento. Me rebasan corriendo como lo hacen ya de muchas otras formas. Me gusta verlas irse por delante de mi, alejarse con paso firme y constante hasta perderlas de vista. Ellas a su ritmo, yo al mío. Sabemos que nos encontraremos en algún punto.
Corren a su paso que es cada vez más resuelto y veloz, quien sabe y alguna vez pisen los sedimentos de una huella que su papá o yo hemos dejado ahí y eso les dé impulso y fuerza o quizá sostén y seguridad y les permita a veces ir más rápido o a veces ir más lento, según sea necesario. Una nunca llega a ser quien puede ser si solo pisa sus propias huellas o solo se pone en sus propios zapatos.
Por lo pronto, yo amo el sonido que hacen sus pasos al andar por esa tierra roja que le pertenece a ellas, a mí y a todos y al recorrer esos caminos de árboles cómplices de historias entretejidas que son los Viveros de Coyoacán.