Cuando hablamos de salud mental, solemos imaginar a una persona en terapia o tomando tratamiento. Pero, ¿y si les dijera que la salud mental comienza mucho antes del consultorio? Empieza en el lugar donde nacemos, la escuela a la que asistimos, la calle por donde caminamos, y el ingreso que llega (o no) a casa. Es decir, en los determinantes sociales.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la salud no es solo ausencia de enfermedad, sino un estado completo de bienestar físico, mental y social. Esa definición nos obliga a mirar más allá del modelo biomédico y entender que para que alguien esté bien, necesita vivir en un ambiente estable, seguro y justo.
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Salud mental: ¿Qué son los determinantes sociales?
Los determinantes sociales de la salud mental son las condiciones de vida de las personas: pobreza, acceso a la educación, empleo, vivienda digna, servicios de salud y vínculos comunitarios. Son factores que explican por qué dos personas con el mismo diagnóstico pueden tener trayectorias tan distintas. La pobreza, por ejemplo, es uno de los factores más estudiados y se ha demostrado que aumenta significativamente el riesgo de desarrollar trastornos como depresión, ansiedad o consumo de sustancias.
En países como los nuestros, con grandes desigualdades, no se puede hablar de salud mental sin hablar de política pública, porque vivir expuesto a violencia, inseguridad, discriminación o desempleo es vivir en estrés crónico. Y ningún cerebro aguanta eso por mucho tiempo sin presentar síntomas.
¿Y en América Latina, cómo estamos?
En nuestra región, los avances han sido lentos y desiguales. Aunque algunos países han incorporado el enfoque biopsicosocial y comunitario en sus planes nacionales, como Perú, Colombia, Chile y Argentina, la implementación efectiva sigue siendo limitada.
El mayor problema es el presupuesto. La mayoría de los países latinoamericanos destina entre el 1.8% y el 2.4% de su gasto en salud a salud mental, muy por debajo del mínimo recomendado y muy lejos del promedio de países de altos ingresos, que invierten más del 6%. Además, el 67% de ese dinero sigue yéndose a hospitales psiquiátricos, dejando de lado la prevención y la atención comunitaria.
¿Qué podemos hacer diferente?
- Cambiar el enfoque: Dejar atrás el modelo hospitalocéntrico y apostar por redes de atención primaria, integradas con la comunidad y preparadas para detectar y atender problemas de salud mental.
- Capacitar al personal no especializado: Iniciativas como el programa mhGAP en Argentina han demostrado que capacitar al personal de salud general mejora la detección y manejo de trastornos leves y moderados en comunidades alejadas.
- Incluir a otros sectores: La salud mental no puede depender solo del sistema de salud. Necesitamos que se sumen la educación, el trabajo, el deporte, la cultura y el urbanismo. Todo lo que impacta en cómo vivimos, impacta en cómo pensamos y sentimos.
- Aumentar la investigación local: Para que las políticas públicas funcionen, deben diseñarse desde la realidad del país. Copiar modelos de países desarrollados sin adaptarlos solo perpetúa las brechas.
Conclusión
Si queremos una sociedad más sana mentalmente, debemos empezar por asegurarle a cada persona una vida digna. Porque nadie puede pensar en su bienestar emocional cuando vive en modo sobrevivencia. Lo repito: la salud mental no se construye en el vacío, se construye con justicia, equidad y comunidad.
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