Cada 15 de noviembre, la Organización Mundial de la Salud (OMS) invita a hacer una pausa y reflexionar sobre nuestra relación con el alcohol. Aunque su consumo es socialmente aceptado, sigue siendo una de las principales causas evitables de enfermedad y muerte en el mundo. Según datos de la OMS, más de 2.6 millones de personas mueren cada año por causas relacionadas con el alcohol, lo que equivale al 4.7% de todas las muertes globales. En América Latina, el consumo per cápita supera los 6.5 litros de alcohol puro por persona al año, una cifra alarmante si consideramos las consecuencias físicas, psicológicas y sociales que conlleva.
Uso, abuso y dependencia: tres escalones de riesgo
El consumo de alcohol se clasifica clínicamente en tres niveles. El uso se refiere al consumo ocasional o moderado, sin consecuencias negativas evidentes. El abuso ocurre cuando el patrón de consumo comienza a generar daños en la salud, en las relaciones o en el trabajo. Finalmente, la dependencia implica una pérdida de control: el individuo necesita beber para sentirse bien o evitar el malestar, desarrolla tolerancia y experimenta síntomas de abstinencia al intentar dejarlo.
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Estos criterios están establecidos en los manuales diagnósticos internacionales como el DSM-5-TR, bajo el término trastorno por consumo de alcohol, que puede clasificarse en leve, moderado o grave según el número de criterios cumplidos.
Cuando el alcohol no viene solo: la patología dual
Un aspecto fundamental en la salud mental moderna es el reconocimiento de la patología dual, es decir, la coexistencia de un trastorno por consumo de sustancias y otro padecimiento psiquiátrico, como depresión, ansiedad o trastorno bipolar. En México, se estima que más del 60% de las personas con dependencia al alcohol presentan además algún otro trastorno mental. Esta interacción complica el diagnóstico y tratamiento, pues el consumo puede enmascarar o agravar los síntomas psiquiátricos, mientras que estos aumentan la vulnerabilidad a las recaídas.
Tratamientos y nuevas perspectivas
El abordaje de la dependencia alcohólica requiere un enfoque integral que combine intervenciones médicas, psicoterapéuticas y sociales. Existen medicamentos que ayudan a reducir el deseo o la respuesta placentera al alcohol (como el acamprosato o la naltrexona), así como terapias cognitivo-conductuales y grupos de apoyo. Sin embargo, más allá del tratamiento, el desafío está en reducir el estigma y fomentar una cultura de salud mental donde pedir ayuda no sea motivo de vergüenza.
La era digital y el autocuidado consciente
Curiosamente, en los últimos años ha surgido un fenómeno que podría estar transformando la relación de los adultos con el alcohol: el impacto de los dispositivos inteligentes. Pulseras, relojes y anillos que miden la calidad del sueño, la frecuencia cardíaca y la recuperación corporal están mostrando con claridad los efectos negativos del alcohol incluso en pequeñas dosis.
Muchos adultos maduros han comenzado a reducir o eliminar el consumo para obtener mejores registros de descanso, concentración y rendimiento físico. Este cambio, impulsado por la tecnología y la conciencia del bienestar, está generando una nueva tendencia de sobriedad voluntaria, donde el objetivo ya no es “aguantar más” sino vivir mejor.
El Día Mundial Sin Alcohol no busca demonizar la bebida, sino invitar a una reflexión individual y colectiva: ¿por qué bebemos y cómo nos afecta realmente? En un mundo que avanza hacia la salud personalizada y la autoconciencia, tal vez la verdadera modernidad esté en levantar la copa, pero de agua.
